Nicholas casey / The New York Timesi
LLAPALLAPANI, Bolivia.- El agua retrocedió y los peces murieron. Salieron a la superficie por decenas de miles, con la panza hacia arriba, y la pestilencia se mantuvo en el aire durante semanas.
Las aves que se habían alimentado de los peces tuvieron poca opción más allá de abandonar el lago Poopó, en otra época el segundo más grande de Bolivia, pero ahora tan solo una seca expansión salada. Muchos pobladores uru murato, quienes habían vivido de sus aguas por generaciones, también se marcharon, sumándose a una nueva marcha global de refugiados que no huyen de la guerra o persecución, sino del cambio climático.
“El lago era nuestra madre y nuestro padre”, afirma Adrián Quispe, uno de cinco hermanos que trabajaban como pescadores, criando familias en Llapallapani. “Sin este lago, ¿a dónde vamos?”
Los “Mauricio”
Tras sobrevivir nueve décadas de desvío de agua y sequías cíclicas de El Niño en los Andes, el lago Poopó esencialmente desapareció en diciembre. La onda de efectos va más allá de la pérdida de formas de vida para los Quispe y cientos de familias de pescadores, más allá de la migración de personas obligadas a dejar hogares inviables.
La desaparición de lago Poopó amenaza la identidad misma del pueblo uru murato, el grupo indígena más viejo en el área. Se adaptaron a lo largo de generaciones a las conquistas de los incas y los españoles, pero al parecer son incapaces de ajustarse a la abrupta agitación que causa el cambio climático.
Se estima que sólo permanecen 63 uru muratos en Llapallapani y dos aldeas en la cercanía. Desde que los peces murieron en 2014, veintenas se han marchado a trabajar en minas de plomo o planicies de sal hasta a 320 kilómetros de distancia; los que se quedaron luchan por sobrevivir como agricultores o subsisten por lo demás de lo que solía ser la costa.
Emilio Huanaco, oficial judicial indígena, tiene apenas sus últimas botellas de grasa de flamenco, usada durante siglos para aliviar la artritis. Nunca ha usado medicamento para su dolorida rodilla.
Eva Choque, de 33 años, estaba sentada al lado de su hogar de adobe secando carne por primera vez en un tendedero. Antes, ella y sus cuatro hijos solo comían pescado.
Ellos y sus vecinos eran conocidos casi por todos en el área como “la gente del lago”. Algunos adoptaron el apellido Mauricio por el mauri, que es como ellos llamaban a un pez que solía llenar sus redes. Veneraban a San Pedro porque él fue pescador, ofrendándole ritualmente pescado cada septiembre a la orilla del lago, pero esa celebración terminó cuando los peces murieron hace dos años.
“Esta es una cultura milenaria que ha estado aquí desde el comienzo”, explica Carol Rocha Grimaldi, antropóloga boliviana. Su tiene una imagen satelital de un lago lleno, escena que ya no es visible en la vida real. ¿Puede existir la gente del lago sin el lago?”
“No era su momento”
Es difícil exagerar la importancia que tenía la pesca para la vida uru. Cuando un fotógrafo del New York Times, Josh Haner, y yo preguntamos a Quispe si él se había ganado la vida como pescador, él nos vio con expresión rara antes de responder: “¿Qué más hay?”
Estábamos hablando en una mañana sin nubes con una brisa que pudiera haber sido perfecta para un paseo en bote en otro momento. Ahora, el viento solo ponía de relieve cuán seco se había vuelto el paisaje, conforme plantas rodadoras giraban entre los botes abandonados en el viejo lecho del lago.
Milton Pérez, ecólogo en la Universidad Técnica de Oruro, dijo que los científicos habían sabido desde hacía décadas atrás que el lago Poopó, que yace a 3.600 metros sobre el nivel del mar, con pocas fuentes de agua, encaja en el perfil de lo que él llamó un lago agonizante. Sin embargo, la prognosis era en siglos, no en años.
“Aceptamos que el lago iba a morir algún día”, manifiesta Pérez, con resignación. “Ahora no era su momento”.
Farmacias voladoras
El lago Poopó es uno de varios lagos del mundo que se está desvaneciendo por causas humanas. Tanto el lago Mono, de California, como el mar Salton fueron disminuidos por desvíos de agua; lagos en Canadá y Mongolia están en peligro por las crecientes temperaturas.
Generaciones de urus habían observado el retroceso y regreso del agua en lo que se había vuelto un ciclo casi predecible. En los años 90, azotó un periodo de sequía que evaporó el lago en tres pequeños estanques y destruyó las granjas piscícolas durante varios años. Sin embargo, el lago regresó con el tiempo a su tamaño anterior.
Los urus transmitieron conocimiento de la vida sobre y alrededor del lago. Parvadas de grandes aves negras en el horizonte eran una fácil señal de que abajo había peces congregados. Contaron tres vientos distintos que pudieron ayudar o afectar negativamente: uno del oeste, otro del este, y algo similar a una borrasca proveniente del norte llamado saucarí, que puede hundir embarcaciones.
“Despierta del norte y no se calma -explicó Quispe-. ‘Ahí viene el saucarí’, solíamos decir. ‘¡No podemos entrar al agua hasta que se calme!’”
El lago ofrecía algas llamadas huirahuira, que aliviaban a todas luces la tos. Los flamencos eran como una farmacia: además de la grasa rosa usada para aliviar el reumatismo, las plumas combatían fiebres cuando se quemaban e inhalaban.
Los pobladores solían capturar y matar a los flamencos en abril, cuando las aves perdían sus plumas y no podían volar. Los urus usaban espejos para proyectar luz solar en los ojos de las aves, haciendo que cayeran dormidas temporalmente, presas fáciles.
“Nos llevamos muchísimas del lago”, dijo Huanaco, el líder judicial, sacando un ala rosa brillante de la choza de adobe detrás de su hogar. El día hace siete años que cazó al ave, él no tenía ni idea de que sería su última.
La otra forma de vivir
Pérez, el investigador, observaba con alarma mientras se desarrollaban varias tendencias amenazadoras, y empezó a entender que el lago podría evaporarse definitivamente.
En primer lugar, conforme la quinua se volvió popular en el extranjero, el auge de la producción del grano desvió agua río arriba, reduciendo el nivel del lago Poopó. En segundo término, el sedimento de minería estaba saturando rápidamente el lago desde abajo.
Y se estaba volviendo más caliente. La temperatura en la meseta había subido 0,9 grados centígrados, o alrededor de 1,6 grados Fahrenheit, tan solo de 1995 a 2005, mucho más rápidamente que el promedio nacional de Bolivia.
“Teníamos la posibilidad de que todos estos factores golpearan con una sinergia nunca antes vista”, dijo Pérez.
En el verano de 2014, persistía un fétido olor en el aire. La superficie del lago había bajado tanto que cuando el viento saucarí golpeó desde el norte, las corrientes levantaron demasiado cieno para que los peces sobrevivieran.
“Bastaba para hacerte llorar, ver a los peces nadando mareados o muertos”, nos dijo el pescador Gabino Cepeda, de 44 años, quien ahora se ha dedicado al cultivo de quinua. “Sin embargo, eso era tan solo el comienzo. Los flamencos ya murieron, los patos ya no están, todo lo demás. Lanzamos nuestras redes, no había nada para nosotros”.
Quispe y sus hermanos se reunieron una última vez en el extremo del lago muerto para llevar a cabo la Remembranza. Remaron como siempre lo habían hecho, pero regresaron el mismo día porque no hubo peces.
El mayor, Teófilo, se volvió a sus hermanos.
“No hay nada de trabajo”, dijo. “Encontraré una forma de ganar dinero. Y yo les diré cómo”.
La semana siguiente, se marchó de Llapallapani para trabajar en una mina de carbón a una hora de distancia.
Ganarse la sal
Pablo Flores, un pescador de Uruguay que también dejó Llapallapani, empieza un ingrato día laboral antes del amanecer, dentro de un molino en el extremo de la mayor salina del mundo, el Salar de Uyuni, de Bolivia. Lleva bloques de sal sin refinar, los muele en una pila hasta su propio tamaño, los pone en diminutas bolsas, ganando 25 centavos de dólar por cada una de ellas llena.
Afuera del molino, es más arduo. En la vasta salina cercana al poblado de Colchani, donde dos docenas de urus han sido reubicados, jornaleros salen con palas en la espalda en las cajas de camiones. Reúnen sal mientras el sol los azota desde arriba y se refleja hacia arriba desde la blanca expansión abajo.
“El pueblo uru no está hecho para esto”, sentenció Flores, de 57 años. “Yo no estoy hecho para esto. No podemos desempeñar este tipo de trabajo”.
En su comunidad, Puñaka, Flores era un respetado mayor. En otra época fue su alcalde, y la gente que lo conocía de esa vida aún lo llama “don”. Como pescador, él siempre fue su propio jefe.
Pero, en la salina, él se siente solamente como otro jornalero contratado para explotar.
“Esto es un sistema feudal”, dijo. “Sinceramente puedo decir que este es un mal lugar”.
Por la carretera, de vuelta a la salina con Adrián Quispe, un día vimos un flamenco trepado al costado del camino, al lado de un arroyo a 160 kilómetros del lago Poopó. Eso hizo que Quispe recordara repentinamente la sopa que su madre solía hacer.
Detuvimos el automóvil, salimos y caminamos hasta un acuoso panorama con montañas coronadas de nieve a la distancia y pájaros frente a nosotros.
“Es así como se veía el lago Poopó en otra época”, dijo Quispe.
Una hora antes, yo había estado en la salina con Flores, el es alcalde de Puñaka que se mudó a Colchani con su esposa y dos hijos pequeños hace dos años.
Cuando él los llevó por última vez a Llapallapani para una visita, su hija de seis años de edad dijo algo que le produjo escalofríos a él. Ella estaba viendo fijamente lo que solía ser el lago, realmente sin haberlo conocido sin que estuviera seco.
“Vamos a Colchani”, dijo. “Vayamos a casa”.